Dondequiera que miremos, la división define nuestro mundo: naciones en guerra contra naciones, razas y culturas en conflicto, y personas que luchan por su identidad y pertenencia. Pero en el cielo no hay división, sino unidad en la adoración. Juan ve una multitud innumerable, reunida de todas las tribus, lenguas y pueblos, de pie ante el trono en señal de victoria. Este es el cumplimiento de la promesa de Dios a Abraham: que a través de su descendencia, todas las naciones de la tierra serían bendecidas (Génesis 22:18). El Evangelio no se limita a una nación; la redención de Cristo abarca todo el mundo. El Cordero ha comprado un pueblo “de toda tribu, lengua, pueblo y nación” (Apocalipsis 5:9).
La escena refleja la entrada triunfal de Jesús, cuando el pueblo agitaba palmas y gritaba: “¡Hosanna! Bendito el que viene en nombre del Señor!”. (Juan 12:13). Hosanna significa “sálvanos”, pero donde antes imploraban la salvación, la multitud en el cielo la declara consumada: “¡La salvación pertenece a nuestro Dios!”. La Fiesta de las Cabañas, en la que Israel agitaba ramas de palma para celebrar la provisión de Dios (Levítico 23:40), encuentra aquí su cumplimiento definitivo: el pueblo de Dios, que ya no es forastero, se reúne en Su morada eterna. Las pruebas y tribulaciones de esta vida han terminado. Sus vestiduras son blancas, purificadas por la sangre del Cordero (Apocalipsis 7:14).
Esta visión no es sólo una esperanza futura, es una realidad presente para los que están en Cristo. Incluso ahora, estamos sentados con Él en los lugares celestiales (Efesios 2:6). Incluso ahora, formamos parte de este reino que no conoce fronteras. El mundo puede enfurecerse, pero nosotros pertenecemos a un reino que no puede ser sacudido (Hebreos 12:28). Un día, la fe se convertirá en vista, y nos uniremos a esta gran multitud, de pie ante el trono, alzando nuestras voces con confianza inquebrantable: La salvación pertenece a nuestro Dios.