Por un momento se hizo el silencio en el cielo (Apocalipsis 8:1). Pero el silencio no es ausencia. Es anticipación. Las oraciones del pueblo de Dios se habían elevado ante Él, y ahora, por fin, Él responde. El incensario de oro, utilizado en primer lugar para llevar sus oraciones, se llena ahora con el fuego del altar y se arroja sobre la tierra. La imagen es sorprendente: lo que antes era una ofrenda de incienso se convierte en un instrumento de juicio.
Esta escena es un reflejo de Ezequiel 10:2, donde Dios ordenó a un ángel que tomara carbones encendidos de su altar y los esparciera sobre Jerusalén como señal de la destrucción que se acercaba. También recuerda Éxodo 19:16-18, cuando Dios descendió sobre el monte Sinaí con truenos, relámpagos y terremotos. En ambos casos, Dios reveló su poder en respuesta al pueblo de su pacto. Había hablado. Había advertido. Ahora actuaba.
Para los que habían permanecido fieles, este momento fue sobrio y alentador a la vez. Sus oraciones no habían sido en vano. Los gritos de los mártires de Apocalipsis 6:9-10, suplicando justicia, fueron escuchados. Los santos que habían escuchado la advertencia de Jesús de huir (Mateo 24:15-16) serían salvos. Pero para aquellos que lo rechazaron, el juicio había llegado. El silencio se había roto. El cielo había respondido.
También nosotros podemos sentir que nuestras oraciones se elevan en silencio. Podemos preguntarnos si Dios escucha, si ve, si actuará. Pero la visión del Apocalipsis nos recuerda que los retrasos de Dios no son negaciones. Él es paciente, da tiempo para el arrepentimiento (2 Pedro 3:9), pero no es indiferente a los clamores de su pueblo. Su justicia es segura. Su tiempo es perfecto. Y cuando actúa, lo hace con poder.
Así que perseveremos. Confiemos en que ninguna oración es olvidada, ninguna lágrima no vista, ninguna súplica no escuchada. Aunque el cielo pueda parecer silencioso durante un tiempo, llegará el día en que Dios se levantará en respuesta. Y cuando lo hace, toda la tierra sabrá que Él es el Señor.