Cuando Jesús advirtió de la próxima destrucción de Jerusalén, sus palabras fueron desoladoras: “Porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá jamás” (Mateo 24:21). El saqueo de Jerusalén en el año 70 d.C. cumplió esta profecía con aterradora exactitud. Josefo, un testigo del asedio, describió una tierra antes adornada con árboles y jardines, reducida a un desierto estéril. “La guerra había arrasado todos los signos de belleza”, se lamentó, señalando que incluso los que conocían la ciudad ya no la reconocerían. Tácito, el historiador romano, confirmó esta devastación, escribiendo que el templo estaba “amontonado de cadáveres” y que la propia ciudad había quedado en la ruina más absoluta.
Apocalipsis 8:7 capta este horror en términos simbólicos: fuego y sangre consumiendo la tierra. El asedio estuvo marcado por el hambre, las luchas internas y matanzas, mientras el juicio de Roma caía sobre un pueblo que había rechazado a su Mesías. Al igual que Egipto sufrió plagas antes de la liberación de Israel (Éxodo 9:23-25), Jerusalén también experimentó un juicio de pacto por rechazar a Cristo. Los paralelismos son inequívocos: el juicio de Dios es total.
Sin embargo, incluso en el juicio, Jesús reina. Esto no era un caos, ni estaba fuera de Su control. Cada trompeta, cada desastre, cada momento se desarrolló como Él lo había ordenado. El mismo Jesús que advirtió del juicio también proporcionó una vía de escape a su pueblo, ordenándoles que huyeran a las montañas (Lucas 21:21). Los que hicieron caso de sus palabras se salvaron.
Esto debería hacernos reflexionar. La justicia de Dios es real. Su juicio es seguro. Sin embargo, también debería animarnos: Jesús siempre tiene el control. Ya sea en el juicio o en la liberación, Su plan se desarrolla exactamente como Él lo ha decretado. La destrucción de Jerusalén es a la vez una advertencia y un recordatorio: los que confían en Cristo siempre encontrarán vida en Él, no importa la tormenta.