Cuando suena la segunda trompeta, Juan ve una gran montaña ardiente arrojada al mar. Esta imagen no carece de precedentes. En Jeremías 51:63-64, se ordenó al profeta que arrojara al Éufrates un rollo del juicio de Babilonia, simbolizando su caída total. Del mismo modo, Apocalipsis 18:21 declara que la nueva Babilonia -Jerusalén- sería derribada con la misma finalidad. La destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. no fue una catástrofe arbitraria; fue el cumplimiento de las palabras de Jesús en Mateo 21:21, cuando dijo que con fe se podía arrojar una montaña al mar. Fue un pronunciamiento de juicio sobre la ciudad que había rechazado a su Mesías.
Nótese que este juicio fue también una respuesta a la oración. En Apocalipsis 8:4-5, los clamores de los santos que habían sufrido bajo la persecución de Jerusalén ascendieron ante Dios, y Su respuesta fue feroz. La ciudad que había matado a los profetas (Mateo 23:37), rechazado a Cristo y perseguido a sus seguidores se enfrentaba ahora a las consecuencias. La justicia de Dios puede parecer tardía, pero nunca está ausente. Las oraciones de los santos sufrientes no fueron ignoradas: fueron respondidas con fuego del cielo.
El mar representa a frecuencia a las naciones gentiles (Daniel 7:2-3), y aquí significa el destino del pueblo judío tras la destrucción de Jerusalén. Con su tierra tomada y su templo desaparecido, fueron arrojados al mar de las naciones: la diáspora judía. Esparcidos entre los gentiles, ya no serían un pueblo centralizado, sino que se dispersarían por toda la tierra. La ciudad que una vez fue la morada de Dios había sido desarraigada, y los que una vez la llamaron hogar estaban ahora a la deriva en tierras extranjeras. El monte arrojado al mar fue algo más que la caída de una ciudad: fue la dispersión de un pueblo.
Este pasaje nos recuerda que el juicio de Dios es total, pero su justicia también es fiel. Los que oprimen a su pueblo no permanecerán para siempre. Si hoy sufrimos por la justicia, podemos consolarnos sabiendo que nuestras oraciones no quedan desatendidas. El mismo Jesús que advirtió, juzgó y salvó en el primer siglo sigue reinando hoy. Él escucha. Él responde. Él tiene el control.