A lo largo de la historia, el ascenso y la caída de las naciones han estado marcados por la imaginería celeste. Los gobiernos y los imperios han utilizado soles, lunas y estrellas como símbolos de su poder, como se ve aún hoy en las banderas del mundo. Las Escrituras también utilizan estas imágenes. Las vemos en el juicio de los gobernantes terrenales y en la supremacía del reino de Cristo. En Isaías 13:10 y Ezequiel 32:7-8, el oscurecimiento del sol, la luna y las estrellas significa la caída de naciones poderosas. En Apocalipsis 8:12, vemos este mismo lenguaje aplicado a Jerusalén. El antiguo orden estaba desapareciendo. Los gobernantes de Israel -el Sanedrín, los sacerdotes, la dinastía herodiana- serían derribados. Su sistema, que había rechazado al Mesías, iba a ser eliminado.
Jesús predijo esto en Mateo 24:29, diciendo: “E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas”. La destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. no fue sólo un acontecimiento militar; fue un juicio divino. La luz del antiguo pacto se había apagado, y el reino terrenal de Israel ya no existía. Pero mientras las luces de Jerusalén se oscurecían, el reino de Cristo brillaba aún más.
Jesús declaró en Juan 8:12: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.”. Los reinos terrenales se levantan y caen. Sus símbolos pueden permanecer en las banderas, pero su poder se desvanece. Sin embargo, el reino de Cristo es eterno. Su gobierno no depende de los gobiernos terrenales, porque Su reino no es de este mundo (Juan 18:36). El juicio que cayó sobre Jerusalén no fue el fin del pueblo de Dios, sino el comienzo de un reino que no puede ser sacudido (Hebreos 12:28).
Al presenciar la incertidumbre de las naciones hoy en día, debemos recordar dónde reside nuestra verdadera ciudadanía. Los gobernantes del mundo fracasarán. Sus imperios se oscurecerán. Pero el reino de Cristo permanece para siempre. “sino que Jehová te será por luz perpetua”. (Isaías 60:19) Pongamos nuestra esperanza en lo que no puede ser destruido. La luz del reino de Cristo nunca se apagará.