En este pasaje, el ángel -a quien hemos identificado como Jesús mismo- está con un pie sobre el mar y otro sobre la tierra. Mostrando Su autoridad sobre judíos y gentiles por igual. Levantando Su mano y haciendo un juramento, Jesús declara que el tiempo de demora ha terminado. El juicio está a la mano, y con él, una nueva creación emerge.
La destrucción de Jerusalén marcó el fin del mundo del antiguo pacto. El templo, los sacrificios y los rituales que una vez señalaron a Cristo fueron eliminados. Lo que quedó fue la realidad revelada de un nuevo pacto, en el que el pueblo de Dios ya no se define por distinciones terrenales, sino por su unidad en Jesús. Como escribe Pablo: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).
Este “misterio de Dios” mencionado en el versículo 7 señala esta misma verdad: la inclusión de los gentiles como participantes de pleno derecho en las promesas de Dios. Pablo explica en Efesios 3:6 que este misterio es “que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio.” Los antiguos muros divisorios fueron derribados, y el reino de Dios se extiende ahora por todas las naciones.
Como creyentes, formamos parte de esta nueva creación. Nuestra identidad ya no reside en rituales terrenales, estatus cultural o trasfondo étnico, sino únicamente en Cristo. Puede que el mundo siga sumido en la confusión, pero nosotros descansamos en la seguridad de Su obra consumada: un reino que no puede ser sacudido (Hebreos 12:28).
El cumplimiento del plan de Dios sigue desarrollándose, pero podemos confiar en que Jesús está en el trono, reinando sobre su pueblo. En Él, formamos parte de algo nuevo, una creación que ningún enemigo puede destruir.