El librito que recibe Juan es la voluntad misma de Dios: un mensaje alegre y doloroso a la vez. Es dulce porque anuncia la salvación, el Evangelio que trae esperanza a todos los que creen. Sin embargo, es amargo porque también anuncia el juicio: concretamente, la caída de Jerusalén y el fin del sistema del Antiguo Pacto.
Esto refleja la experiencia de Ezequiel cuando Dios le ordenó comer un rollo lleno de palabras de lamento y dolor (Ezequiel 2:8-3:3). La dulzura habla de la misericordia de Dios, pero la amargura revela la dolorosa realidad del juicio contra los que le rechazan.
Jesús había advertido a Jerusalén de su próxima destrucción (Mateo 23:37-38). A pesar de sus tiernos llamamientos al arrepentimiento, se negaron. El juicio que siguió fue devastador -la caída del templo, la ciudad reducida a ruinas-, pero a través de él avanzaron los propósitos de Dios. El Antiguo pacto tuvo que ser eliminado para dar paso al Nuevo pacto, en el que Cristo reina como verdadero templo y Su pueblo se convierte en Su morada (Juan 2:19-21; Efesios 2:19-22).
Para nosotros, este pasaje es un recordatorio de que los propósitos de Dios siempre se están cumpliendo, incluso cuando el camino es amargo. El Evangelio es dulce porque ofrece vida, pero su mensaje también exige arrepentimiento. La destrucción de Jerusalén no fue sólo un juicio; abrió el camino para que el Reino de Cristo se extendiera a muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes (Apocalipsis 10:11).
Al abrazar la dulzura de la salvación, reconozcamos también con sobriedad la amargura del juicio, y dejemos que eso nos impulse a proclamar a Cristo con urgencia y compasión.