La séptima copa concluye con una declaración de Dios mismo: “¡Hecho está!” Estas palabras reflejan la finalidad del juicio, la culminación de la ira de Dios contra la ciudad de Jerusalén que ha roto el pacto. Lo que sigue no es un simple desastre natural, sino una conmoción cósmica: relámpagos, truenos y un gran terremoto, sin precedentes.
Este “terremoto” no es simplemente geológico, sino teológico. El temblor descrito aquí refleja un patrón bíblico más amplio en el que Dios perturba no sólo la tierra, sino los propios sistemas en los que la gente ha confiado. El escritor de Hebreos cita Hageo 2:6-7, recordándonos que Dios promete sacudir “aún una vez” no sólo la tierra, sino también los cielos. Hebreos lo aclara como la eliminación de las cosas que pueden ser sacudidas -estructuras temporales y terrenales- para que permanezca el reino inconmovible de Cristo (Hebreos 12:26-28).
Este momento del Apocalipsis es la sacudida definitiva: la eliminación divina del sistema del antiguo pacto. Jesús ya había predicho que llegaría el momento en que el culto ya no estaría ligado a Jerusalén ni a ninguna montaña, sino que sería en espíritu y en verdad (Juan 4:21-24). Ahora, lo antiguo está siendo desmantelado para que pueda florecer lo nuevo. Pablo también recurre a estas imágenes en Gálatas 4:30, donde habla de la expulsión de la esclava, que simboliza el fin de aquel pacto del Sinaí.
El terremoto del Apocalipsis es un anuncio divino: El Reino de Dios ha surgido. Las sombras han dado paso a la sustancia. El temblor puede ser aterrador, pero para los que están en Cristo, es el sonido del cumplimiento, la revelación de lo que no puede ser sacudido.