En este pasaje, Juan es testigo de una impresionante escena de celebración en el cielo. Las multitudes, los ancianos y los cuatro seres vivientes se unen para exaltar a Dios por su justo juicio. La “gran ramera” -Jerusalén bajo el Antiguo Pacto, ahora corrompida por su rechazo del Mesías- ha sido juzgada, y el cielo se regocija por la justicia de Dios.
Es importante ver este momento no sólo como el final de algo, sino como el comienzo de algo nuevo. La destrucción de Jerusalén marcó el fin del sistema de el Antiguo Pacto, la antigua ciudad de Dios que se había convertido en una ramera. Ahora se despeja el camino para que surja la comunidad de el Nuevo Pacto, la Nueva Jerusalén.
La alegría del cielo nos recuerda que los juicios de Dios no son crueles ni arbitrarios; son santos y necesarios. La justicia de Dios vindica a su pueblo y mantiene sus promesas. Como reflexionaba Agustín en La ciudad de Dios, existe una profunda diferencia entre la ciudad terrenal -orgullosa, corrupta y rebelde- y la ciudad celestial, humilde, justa y eterna.
Hoy somos ciudadanos de esa Nueva Jerusalén, llamados a vivir a la luz de la misericordia y la justicia de nuestro Rey. Alegrémonos de que Su salvación, Su gloria y Su poder permanezcan para siempre, mientras proclamamos Su Reino que jamás podrá ser conmovido.