La caída de la antigua Jerusalén no fue el final de la obra de Dios, sino un nuevo comienzo. En Apocalipsis 19:6, Juan oye la voz triunfante de una gran multitud: un estruendo como de aguas vivas y de truenos. Esta multitud no es otra que el pueblo de Dios reunido, no sólo un remanente de Israel, sino ahora una multitud de toda tribu, nación y lengua (Apocalipsis 7:9-10). Su canto, “¡Aleluya! Porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina”, proclama la verdad que ha resonado desde la resurrección de Cristo: Toda potestad le ha sido dada en el cielo y en la tierra (Mateo 28:18).
El sonido de los truenos nos transporta al monte Sinaí (Éxodo 19:16, 19), cuando Israel se encontró por primera vez con la imponente voz de Dios. Ahora, no es una montaña física la que tiembla, sino las propias naciones las que responden a la voz de su Rey en boca de su pueblo. El Antiguo Pacto ha sido estremecido y eliminado. Lo que queda es el Reino inquebrantable de Cristo (Hebreos 12:26-28).
Esta visión nos recuerda que la Iglesia de hoy -formada por creyentes de todas las naciones- está llamada a continuar este anuncio. Al igual que la multitud clama, también nosotros debemos anunciar que el Señor Dios Todopoderoso reina. La Gran Comisión de enseñar a las naciones a obedecer a Cristo (Mateo 28:19-20) es la realización de esta visión celestial. El reino de Cristo no es lejano ni teórico; es real, activo y se expande a través del testimonio fiel de su pueblo.
Que unamos nuestras voces a la multitud, declarando Su reino en cada palabra, cada acto de obediencia y cada paso de fe. A medida que Su reino avanza entre las naciones, estamos llamados a vivir y declarar esta verdad con valentía, cumpliendo Su comisión con alegría y confianza.