La Nueva Jerusalén, la Esposa de Cristo, desciende gloriosa. Juan la contempla con asombro, y así deberíamos hacerlo nosotros, pues en estos versículos Dios nos revela no sólo una visión del cielo, sino una imagen de la Iglesia: segura, gloriosa y activa en el mundo. Asombrémonos también nosotros ante la gloria del esplendor.
Este muro representa la seguridad y santidad de la comunidad del Nuevo Pacto: el pueblo de Dios sellado y apartado (Zac. 2:5; Is. 60:18). Sus doce puertas, que llevan el nombre de las tribus de Israel, revelan la continuidad de la Iglesia con la Antiguo Pacto. El Evangelio es tanto para judíos como para gentiles, formando un nuevo pueblo en Cristo (Rom. 11:17-24; Ef. 2:14-16). Los doce ángeles no son un mero adorno: simbolizan la protección y la vigilancia divinas (Heb. 1:14), que guardan el camino hacia la santa morada de Dios.
Estos nombres inscritos nos recuerdan: la Iglesia no es una ruptura con las promesas de Dios, sino su cumplimiento. Como enseña Pablo: “Si sois de Cristo, también sois descendencia de Abraham” (Gal. 3:29). El plan de Dios desde el principio era un solo pueblo unido en Cristo.
La Iglesia está edificada sobre los mensajeros de Cristo (Ef. 2:20). Su testimonio, conservado en las Escrituras, constituye nuestro fundamento inquebrantable. Jesús oró por los que creerían por su palabra (Juan 17:20), y eso nos incluye a nosotros.
Un cubo perfecto: doce mil estadios en todas direcciones. Esto recuerda el Lugar Santísimo del templo de Salomón (1 Reyes 6:20), ahora ampliado a proporciones cósmicas. La Nueva Jerusalén es el Lugar Santo por excelencia, y el pueblo de Dios es su morada (Hebreos 9:24; Apocalipsis 21:3). El número doce simboliza el gobierno divino sobre la creación, la totalidad y la plenitud del pueblo de Dios.
El jaspe refleja la gloria y la pureza de Dios (Ap. 4:3). La ciudad es gloriosa porque Dios mismo habita en ella. “Andad alrededor de Sion… Considerad atentamente su antemuro…” (Sal. 48:12-13), la seguridad de la Iglesia está en el Señor.
El oro simboliza la gloria divina (Ex. 24:10), y su transparencia muestra pureza y apertura ante Dios. No hay nada oculto ni manchado. En Cristo, el velo se rasga, y tenemos acceso abierto a la presencia de Dios (Heb. 10:19-22).
Cada cimiento brilla con joyas únicas: recordatorios de que la diversidad en la Iglesia es por designio. Isaías lo previó: “sobre zafiros te fundaré…” (Isaías 54:11-12). Pablo se hace eco de ello: “Y si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas…” (1 Cor. 3:12). Cada miembro aporta belleza, valor y carácter distintivo al Cuerpo de Cristo.
Las perlas nacen a través del sufrimiento: se forman cuando algo extraño penetra en una herida. Lo mismo ocurre con la gracia costosa (Mt. 13:45-46). Cada puerta es una sola perla: el acceso a Dios sólo es posible a través del sacrificio de Cristo. Lo que a Él le costó todo, ahora nos recibe gratuitamente.
Este es el camino de la comunión con Dios y con su pueblo (1 Juan 1:7). Un “Camino de Santidad” (Isa. 35:8) por el que caminamos en luz, sin trabas ni vergüenza. Esto no es meramente una visión futura, comienza ahora en la Iglesia, mientras reflejamos el cielo en la tierra.
Amados, esto es lo que somos: no un débil remanente, sino una ciudad radiante; no un pueblo disperso, sino una Esposa unida adornada para su Esposo. La Iglesia refleja la gloria del Reino en su amor, su verdad y sus buenas obras. No debemos ocultar esta luz. Cristo dijo: “Vosotros sois la luz del mundo. Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder” (Mt. 5:14).
Brillemos. Caminemos ahora por las calles de oro de la santidad. Abramos de par en par las puertas de las perlas con el Evangelio. Dejemos que el brillo de nuestros diversos dones deslumbre a un mundo oscurecido. La Iglesia no está esperando la gloria: la está adelantando.
Levanta la cabeza, Ciudad de Dios. Tú eres Su morada.