En cada punto de Hebreos 1, el escritor nos eleva la mirada. En los versículos 6-9, vemos la respuesta del cielo a la encarnación: a los ángeles, esos seres radiantes y poderosos, se les ordena adorar a Cristo recién nacido. Aunque su presencia a menudo infundía temor en los hombres, ellos mismos se postraron ante el niño en el pesebre, reconociéndolo no como un semejante, sino como Señor.
Lucas 2:11 lo declara claramente: “os ha nacido… un Salvador, que es Cristo el Señor”. Los ángeles no sólo fueron mensajeros en el nacimiento de Jesús: fueron testigos de la llegada de Aquel a quien adoran en gloria. El escritor de Hebreos nos recuerda que los ángeles son como vientos y llamas, servidores de la voluntad de Dios. ¿Y Jesús? No es un simple siervo. Es “Dios”, entronizado para siempre.
En estos versículos se nos invita a entrar en el misterio de la Trinidad. El Padre habla del Hijo con lenguaje divino: “Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo”. Y, sin embargo, también dice: “te ungió Dios, el Dios tuyo”. Jesús es plenamente Dios, y sin embargo distinto del Padre. No dividido en esencia, no confundido en persona, ésta es la unidad de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu.
El Salmo 45, citado aquí, celebraba originalmente a un rey terrenal. Pero su verdadero cumplimiento fue siempre en el Rey de reyes. Jesús, que ama la justicia y odia la maldad, está ungido “con óleo de alegría más que a [sus] compañeros”. No es simplemente un hombre mejor o un ángel más santo. Es categóricamente superior: Dios y Hombre, el nexo entre el cielo y la tierra.
Maravillémonos, pues. Los ángeles le adoran. Dios le llama Dios. La justicia es su delicia y el dominio eterno su herencia. Este es Jesús: el Hijo ungido, entronizado y eterno.