Para muchos hoy en día, la idea de que Jesús es más grande que Moisés parece obvia. Pero para los oyentes originales de Hebreos, esto era monumental. Moisés no era solo un profeta, era EL profeta. A menudo se hablaba de la Ley de Dios como la Ley de Moisés (Nehemías 8:1, 8). Moisés se presentó ante el faraón como la voz de Dios y el Señor le dijo: “tú serás para él en lugar de Dios” (Éxodo 4:16). Era un mediador, una sombra de algo más grande.
Pero Hebreos nos recuerda: Moisés era un siervo en la casa, Jesús es el Hijo sobre la casa. Moisés reflejó la gloria de Dios desde el monte Sinaí, pero pereció (2 Corintios 3:7, 13). Cristo es el resplandor de la gloria de Dios (Hebreos 1:3), y su gloria no se perece, transforma ( 2 Corintios 3:18).
Moisés entregó la Palabra de Dios; Jesús es la Palabra hecha carne (Juan 1:14). A Moisés se le prohibió entrar en la tierra prometida por desobediencia (Números 20:12), pero Jesús fue perfectamente obediente, incluso hasta la muerte en una cruz (Filipenses 2:8). Él no es “en lugar de Dios,” Él es Dios (Juan 1:1; Colosenses 2:9).
El Antiguo Pacto cumplió su propósito, pero era temporal, y nos señalaba a Aquel que trae un pacto mejor (Hebreos 8:6). Ahora que Cristo ha venido, el velo se ha levantado y vemos con claridad. Por eso no nos aferramos a las sombras, sino que nos aferramos a Cristo.
Y como tenemos tal esperanza, “hablamos con mucha franqueza” o “valentia” (2 Corintios 3:12). Valientes en la verdad. Valientes en la gracia. Valientes en la gloria que nunca se desvanecerá.