“Aunque era Hijo, aprendió obediencia por lo que padeció; y habiendo sido hecho perfecto, vino a ser fuente de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:9-8, RVR1960)
Cuando leemos que Jesús «aprendió la obediencia» y fue «perfeccionado», es fácil malinterpretar estas frases como si Jesús careciera de algo. Pero el autor de Hebreos no está sugiriendo que Jesús fuera desobediente o imperfecto. Más bien, estos versículos hablan de cómo la perfección de Cristo se reveló a través de la experiencia vivida en el contexto del sufrimiento humano real.
Jesús no se volvió obediente en el sentido de que pasó de la desobediencia a la obediencia. En cambio, Él, que siempre fue obediente como Hijo eterno, tomó nuestra carne y entró en un mundo de tentación, dolor y muerte. Al hacerlo, experimentó lo que significa obedecer al Padre como uno de nosotros, no solo con palabras, sino en carne, en agonía, en Getsemaní y en la cruz.
Pablo dice en Filipenses 2:6-8 que, aunque Jesús era “en forma de Dios”, “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.”. Su obediencia no era nueva; ahora se hacía visible de la manera más costosa. Del mismo modo, Isaías 53:3-5 predice al Siervo Sufriente que llevaría nuestras aflicciones y recorrería el camino de la aflicción obediente por nosotros.
La palabra «perfecto» (teleioō) en Hebreos 5:9 no implica que Jesús fuera incompleto o defectuoso. Significa que fue llevado a la perfección en su papel de Salvador. Hebreos 2:10 dice que el fundador de nuestra salvación fue perfeccionado «por medio del sufrimiento». De esta manera, Jesús se convierte en nuestro Sumo Sacerdote plenamente cualificado, no solo divino, sino también humano por experiencia.
Como alguien que “aprendió la obediencia” a través del sufrimiento, Jesús comprende nuestras pruebas. Hebreos 4:15-16 nos dice que Él simpatiza con nuestra debilidad, y que podemos acercarnos a Él con confianza. Y Hebreos 12:2-3 nos llama a mirar a Él, que soportó la cruz, como nuestro ejemplo de perseverancia.
Así que, cuando sufrimos o luchamos por obedecer, no nos volvemos hacia una deidad lejana, sino hacia Aquel que recorrió nuestro camino y permaneció fiel. Y al escuchar su voz y obedecerle, experimentamos la salvación que Él nos aseguró, una salvación forjada en su perfecta obediencia.