En este pasaje, el autor de Hebreos revela una verdad tan sorprendente como transformadora: Jesús, nuestro gran Sumo Sacerdote, pertenece a un sacerdocio muy superior al linaje levítico, y este siempre fue el plan de Dios. Basándose en Génesis 14, el autor muestra que Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, bendijo a Abraham y recibió de él los diezmos. En el mundo bíblico, el mayor bendice al menor, por lo que Melquisedec se muestra como mayor que Abraham.
Esto es muy importante. Abraham no es un hombre cualquiera, es el padre de Israel, y de él descendió Leví, la tribu del sacerdocio. Pero Leví, por así decirlo, se inclinó ante Melquisedec a través de Abraham. La implicación es clara: el sacerdocio de Melquisedec es mayor. Y si Jesús es un sacerdote “según el orden de Melquisedec” (Salmo 110:4), entonces su sacerdocio es mayor que todo el sistema levítico.
¿Por qué introduciría Dios un nuevo sacerdocio a menos que el antiguo fuera insuficiente? La ley y sus sacerdotes no podían traer la perfección (Hebreos 7:11), pero Jesús sí podía. Los sacerdotes levíticos servían bajo un pacto temporal, marcado por la debilidad y el pecado humanos. Jesús, sin embargo, sirve en el poder de una vida indestructible (Hebreos 7:16). No hereda el sacerdocio por linaje, sino por designación divina, jurada por Dios mismo (Salmo 110:4). Su sacerdocio es eterno, inmutable y eficaz.
Este sacerdocio también se alinea con la relación original de Abraham con Dios, no por la ley, sino por la fe (Gálatas 3:6-9). Jesús es el cumplimiento de la promesa, no solo la continuación del patrón. Su obra trae justicia y acceso a Dios (Romanos 5:18-19), algo que el antiguo pacto nunca pudo lograr.
Por eso nos regocijamos en esta verdad: Jesús es superior. Superior a los ángeles, a los profetas y a todos los sacerdotes terrenales. Él cumple la ley (Mateo 5:17, Romanos 10:4), completa las promesas (Colosenses 2:17, Gálatas 3:24) e intercede por nosotros eternamente.