Nunca hay un momento en el que Jesús no esté intercediendo por aquellos que le pertenecen. Esa verdad puede ser difícil de comprender, especialmente para aquellos que piensan que la salvación es un evento único. Pero las Escrituras nos enseñan que Jesús no solo nos salva al comienzo de nuestro camino de fe, sino que nos salva y nos sostiene continuamente cada día que nos acercamos a Dios a través de Él.
Los antiguos sacerdotes del antiguo pacto tenían limitaciones: tenían que ofrecer sacrificios por sus propios pecados y por los del pueblo (Hebreos 7:27). Su trabajo era continuo, sus vidas temporales y sus sacrificios, en última instancia, insuficientes. Pero Jesús es diferente. Él es perfecto, sin pecado (Hebreos 4:15; 2 Corintios 5:21), y su sacerdocio es eterno (Hebreos 7:16). Se ofreció a sí mismo de una vez por todas como el sacrificio perfecto (Hebreos 10:12-14), y como vive para siempre, su obra en nuestro favor nunca cesa.
En este momento, Jesús está en la presencia del Padre, no ofreciendo nuevos sacrificios, sino como prueba viviente de que tus pecados, pasados, presentes y futuros, han sido pagados en su totalidad. Cuando tropiezas, no necesitas traer una nueva ofrenda. Cristo es la ofrenda, y Él intercede por ti para siempre (Romanos 8:34; 1 Juan 2:1).
Esto no nos da licencia para pecar libremente. Como nos recuerda Pablo: “Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera.” (Romanos 6:1-2). En cambio, vivimos como aquellos que han muerto al pecado y ahora caminan en novedad de vida (Romanos 6:6-14). Nos esforzamos por alcanzar la santidad, no para ganarnos el favor de Dios, sino porque en Cristo ya lo tenemos.
Así que, ten ánimo. Cuando falles (y fallarás), corre hacia el trono de la gracia, no te alejes de él. Confía en Aquel que permanece para siempre en tu lugar, intercediendo por ti con un amor que nunca se desvanece.