El autor de Hebreos ha estado lanzando una larga y apasionada súplica: entrad en el nuevo pacto mientras aún hay tiempo. Jesús, el sacrificio definitivo, ha abierto el camino a Dios a través de su propio cuerpo. El velo se ha rasgado. La puerta está abierta. Pero no permanecerá abierta para siempre.
A medida que se acerca al clímax de su argumento, el tono se agudiza. No se limita a instruir, sino que advierte. El “Día” se acerca. ¿Qué día? El texto no lo explica, porque los lectores ya lo sabían. Era el Día del Señor, un día de juicio. Podían verlo acercarse: no en las nubes, sino en la historia. Jesús lo había predicho en Mateo 24: dentro de esa generación, el juicio vendría sobre Jerusalén. Y así fue. El templo fue destruido. No quedó piedra sobre piedra. El antiguo pacto, con todos sus símbolos y sacrificios, llegó a un final ardiente.
El mensaje del escritor es urgente porque el juicio era inminente. Pero la advertencia resuena en el futuro. Jerusalén no es solo un lugar, es una parábola. Nos recuerda que Dios se toma en serio el pacto. Pisotear al Hijo de Dios, despreciar su sangre, insultar al Espíritu de la gracia, es rechazar el único sacrificio que salva. No hay otro.
Sin embargo, en esta severa advertencia hay un profundo aliento. Si el juicio era visible entonces, ¿cuánto más deberíamos ver ahora la belleza de la nueva creación? Somos su pueblo, ciudadanos de un reino que no puede ser sacudido.
Así que, mientras todavía se llama “hoy”, animémonos unos a otros. No descuidemos a Cristo ni a los demás. Jesús está vivo, y para aquellos que entran con Él, hay vida, paz y alegría.
Pero para los que se niegan, “Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo”.