Abel nunca dice una palabra en la narración del Génesis, pero sus acciones lo dicen todo. Es la primera persona en las Escrituras cuya ofrenda agradable a Dios se menciona, y el primer testigo en el gran salón de la fe de Hebreos 11. Su sacrificio, aunque aparentemente sencillo, fue por fe, y Dios lo honró por ello.
El contraste con Caín es sorprendente. Génesis 4 no describe la ofrenda de Caín como descuidada o inferior, solo que Dios no la miró con agrado. Esto nos dice algo importante: Dios no mira solo lo que traemos, sino el corazón con el que lo traemos. Caín le dio algo a Dios, pero en sus propios términos. Incluso después de ver lo que Dios aceptó de Abel, no hizo ningún intento por aprender, cambiar o buscar la voluntad de Dios. Su orgullo prefería exigir que Dios aceptara su manera de hacer las cosas.
La fe, sin embargo, busca humildemente lo que agrada a Dios. Abel no inventó la idea de ofrecer el primogénito y las partes grasas; debió haberlo aprendido, discernido o recibido de alguna forma de obediencia fiel. No le dio a Dios lo que él quería dar, sino lo que Dios deseaba. Al hacerlo, honró a Dios, y Dios lo aprobó.
Esta es la primera gran lección de la fe: la fe hace la voluntad de Dios. Escucha. Obedece. No trata de moldear la aprobación de Dios en función de las preferencias humanas. Como advierte Pablo en Romanos 14:22: “Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo que aprueba”. No es nuestra aprobación lo que importa, sino la de Dios.
Ahora somos aquellos que vivimos bajo el nuevo pacto. Nacidos de nuevo, llenos del Espíritu, llamados a reversar la rebelión del Edén a través de la obediencia diaria. La vida cristiana no se trata de mejorarnos a nosotros mismos según nuestros estándares, sino de hacer la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo. Como Abel, busquemos la Palabra de Dios para saber lo que Él aprueba. Que sea una lámpara para nuestros pies y una luz para nuestro camino (Salmo 119:105). Ofrezcamos nuestras vidas como sacrificios vivos, aceptables y agradables a Él (Romanos 12:1).
Abel, nuestro primer testigo de la fe, todavía habla. Que tengamos oídos para oír.