La historia de Abraham e Isaac se recuerda a menudo por su intensidad emocional, un padre levantando el cuchillo sobre su amado hijo. Sin embargo, el autor de Hebreos nos invita a ver algo más profundo: no la crisis de afecto, sino la claridad de la fe. Abraham no actuaba a ciegas ni de forma irracional. Actuaba basándose en una confianza razonada en el carácter de Dios.
Dios le había prometido a Abraham que a través de Isaac vendrían sus descendientes. Así que cuando Dios le ordenó a Abraham que ofreciera a Isaac como sacrificio, Abraham se enfrentó a una crisis no de sentimiento, sino de teología. ¿Contradiría Dios su propia promesa? Abraham respondió a esa pregunta con fe. Razonó que si Isaac debía vivir para que se cumpliera la promesa, y Dios le ordenaba su muerte, entonces Dios resucitaría a Isaac. Creía que Dios siempre es fiel a su palabra, incluso cuando sus caminos parecen imposibles de entender. Abraham obedeció no porque conociera el plan, sino porque conocía al Prometedor. Esto no es fe ciega, es fe probada. Y la prueba, como dice Santiago, produce paciencia (Santiago 1:2-4). Dios no estaba descubriendo algo sobre Abraham, Dios estaba construyendo algo en Abraham. De hecho, a través de esta prueba, Abraham se convierte en un testigo para nosotros de cómo es la verdadera fe: una fe que obedece porque confía.
Abraham creía que Dios podía resucitar a los muertos. Y, en una poderosa tipología, eso es exactamente lo que Dios haría con su propio Hijo. Isaac llevó la leña para su propio sacrificio hasta la montaña, tal como Cristo llevó su cruz. Pero mientras que Abraham fue detenido por el ángel del Señor, Dios Padre no retuvo a su único Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (Romanos 8:32). Cristo murió y resucitó verdaderamente. Abraham vio esta realidad “desde lejos” y la recibió con alegría (Hebreos 11:13).
¿Y nosotros? A menudo se nos pide que obedezcamos la Palabra de Dios sin saber cómo dará fruto nuestra obediencia. Perdonamos, incluso cuando el dolor es intenso. Servimos, incluso cuando nadie nos ve. Resistimos el pecado, incluso cuando el placer parece inofensivo. Seguimos adelante en la oración, la adoración y la fidelidad, incluso cuando nos sentimos olvidados. Al igual que Abraham, subimos la montaña sin saber lo que nos espera, pero confiando en que el Señor proveerá.
Confiar y obedecer no es algo pequeño. Es un acto de adoración. Es la prueba de que creemos que las promesas de Dios son verdaderas. La pregunta no es si entendemos lo que Dios está haciendo. La pregunta es si confiamos en el tipo de Dios que hace promesas inquebrantables. ¿Creemos que Dios, que no escatimó a su propio Hijo, mantendrá su palabra de bendecirnos, santificarnos y acercarnos más a Él cuando le obedecemos? La vida de Abraham nos habla a través de los siglos. Escuchemos su testimonio. Obedezcamos a Dios, porque Él es digno de confianza. Ofrezcamos nuestra vida con fe, sabiendo que incluso cuando las cosas mueren(los sueños, las relaciones, la esperanza misma), Dios es capaz de resucitar a los muertos. Ese es el Dios al que servimos.