La fe de Isaac, Jacob y José no se expresó en milagros ni en grandes liberaciones, sino en cómo prepararon a la siguiente generación. Estos patriarcas creyeron en las promesas de Dios no solo para sus propias vidas, sino más allá de ellas. Y así transmitieron su fe a través de bendiciones, adoración e incluso instrucciones para su entierro. Creían que el pacto de Dios era seguro, incluso cuando su cumplimiento aún estaba lejos.
Isaac bendijo a Jacob y a Esaú «en cuanto a lo que vendría» (Génesis 27), confiando en un futuro que él no viviría para ver. Jacob, al final de su vida, adoró apoyándose en su bastón y transmitió la bendición del pacto a los hijos de José (Génesis 48:15-16). José, príncipe de Egipto, no habló de palacios ni de poder, sino de la promesa de Dios de llevar a su pueblo a casa. Dio instrucciones sobre sus huesos porque quería descansar en la tierra prometida (Génesis 50:24-25). Cada uno de ellos, por fe, miró más allá de su comodidad presente y habló de un futuro moldeado por la Palabra de Dios.
Sus vidas dan testimonio de una fe que planta árboles bajo los que nunca se sentará.
Este es el tipo de fe que la Iglesia necesita hoy: una fe que ve más allá de sí misma, una fe que bendice a las generaciones venideras. Proverbios dice: «El hombre bueno deja una herencia a los hijos de sus hijos» (Proverbios 13:22). Y las Escrituras dejan claro que nuestra mayor herencia no es la riqueza, sino un legado de fidelidad al pacto. Pablo alaba la “fe no fingida” de Timoteo, que primero vivió en su abuela Loida y en su madre Eunice (2 Timoteo 1:5). Así es como se ve el testimonio fiel: es generacional, mira hacia el futuro y está profundamente arraigado en las promesas eternas de Dios.
La fe que muere bendiciendo a otros no es débil, es poderosa. Es una vida que dice con convicción: “Dios cumplirá su palabra, incluso cuando yo ya no esté vivo”.
Hebreos nos recuerda que estos patriarcas “murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo” (Hebreos 11:13). Creían que la historia de Dios no terminaba con ellos. Por eso sembraron bendiciones, testimonios y esperanza en el futuro.
Escuchemos su testimonio: vivir con valentía, confiar profundamente y dar generosamente, no solo a quienes nos rodean, sino también a quienes vendrán después. Que dejemos una herencia espiritual en nuestras familias, nuestras iglesias y nuestras comunidades. Bendigamos a los demás con fe, sabiendo que las promesas de Dios perduran mucho después de que nuestras vidas hayan terminado.
Siembra semillas que tal vez nunca veas brotar, porque el Dios que hizo la promesa vive para siempre. Isaac, Jacob y José, testigos de una fe que ve más allá de su propia vida, siguen hablando. Que tengamos oídos para oír.