El autor de Hebreos nos lleva ahora a las consecuencias prácticas de ser hijos de Dios. Después de mostrarnos la hermosura de Cristo y la seriedad de nuestro llamado, nos exhorta a andar conforme a esa verdad. El tono cambia, pero el mensaje se profundiza: No entregues tu herencia.
Así como Isaías 35:3–4 llamó al pueblo de Israel a levantarse con valor frente al exilio, aquí se nos llama a levantarnos del desánimo: “Levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas.” Hemos sido disciplinados por un Padre amoroso, no para destruirnos, sino para entrenarnos (Hebreos 12:5–11). Ahora, debemos andar por sendas derechas (Proverbios 4:26–27), no solo por nuestro bien, sino por el bien de otros en el cuerpo de Cristo. Tu perseverancia puede ser la sanidad de alguien más.
“Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor.” Esto no es opcional. Refleja las palabras de Jesús en Mateo 5:8–9: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios… Bienaventurados los pacificadores.” Si valoramos nuestra herencia, también debemos tomar en serio nuestra responsabilidad.
Pero cuidado con el peligro. Esaú es una advertencia viviente. Él era el primogénito, el heredero legítimo. Pero en un momento de hambre, lo cambió todo por un plato de lentejas (Génesis 25:29–34). El texto lo llama profano, no porque cometió un gran escándalo público, sino porque trató lo sagrado como si fuera común. Soltó lo eterno por lo inmediato. Más tarde, cuando quiso recibir la bendición con lágrimas, ya era demasiado tarde. Su apetito le costó su alma.
¿Cuántos hoy abandonan las riquezas de la gracia por placeres pasajeros? ¿Cuántos cambian su herencia en Cristo por un momento de consuelo, distracción o deseo?
No seamos de los que “dejan de alcanzar la gracia de Dios” (v.15), permitiendo que la amargura eche raíces o que la santidad se descuide. Más bien, caminemos con firmeza, busquemos la paz, vivamos en santidad, y valoremos nuestra herencia. El Reino es nuestro en Cristo, no lo cambies por un plato de frijoles.