El movimiento final de Hebreos 12 no es una advertencia aislada—es la conclusión lógica de todo el capítulo, y en muchos sentidos, de toda la epístola. El autor ha demostrado que Cristo es superior a los ángeles, a Moisés, al sacerdocio levítico, al antiguo pacto y a los sacrificios del templo. Ahora ruega a sus oyentes que no desprecien al que habla desde los cielos (Hebreos 12:25). El mismo Dios que habló desde el Sinaí ahora habla a través de Su Hijo—y esta voz no solo hace temblar la tierra, sino también los cielos.
Este estremecimiento celestial no es arbitrario. El escritor cita Hageo 2:6, mostrando que el plan de Dios siempre ha sido quitar lo que es temporal, para que permanezca lo eterno (Hebreos 12:27). El Sinaí tembló y trajo temor. Sion permanece y trae vida. Dios no está destruyendo Su creación, la está recreando. Él sacude lo que era provisional para revelar el reino inconmovible.
Esto no es solo una esperanza futura—es una realidad presente. El autor no dice “recibiremos”, sino “recibiendo nosotros un reino inconmovible” (Hebreos 12:28). En Cristo, ya pertenecemos a la nueva creación. Pablo lo confirma en 2 Corintios 5:17: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es.” Y Apocalipsis 21:3–5 nos abre los ojos a esta misma verdad: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres… He aquí, yo hago nuevas todas las cosas.” No estamos esperando entrar en la presencia de Dios—vivimos en ella. Dios está recreando la creación ahora, en nosotros y por medio de nosotros, mientras Su Espíritu habita en nuestros corazones (Efesios 2:22).
Esta verdad transforma nuestra adoración. Ya no nos acercamos a Dios por medio de ritos velados, sombras o ceremonias. Le ofrecemos nuestras vidas como “sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Romanos 12:1). Nuestra adoración no se limita a cantos o espacios sagrados. Es nuestra obediencia diaria, nuestra gratitud, nuestro amor hacia los demás. Como Jesús le dijo a la samaritana, los verdaderos adoradores adorarán al Padre “en espíritu y en verdad” (Juan 4:23–24), porque Su reino ya no está limitado por montes ni templos.
No edificamos sobre arena movediza—las tradiciones, los esfuerzos humanos, o los sistemas que una vez definieron la vida religiosa. Edificamos sobre la Roca, el fundamento puesto por el Cordero de Dios, perfecto y digno (Mateo 7:24–27; 1 Pedro 2:4–6). Por eso adoramos con temor reverente, no con terror, sino con asombro. Porque nuestro Dios es fuego consumidor (Hebreos 12:29; Deuteronomio 4:24): que purifica, refina y consume todo lo que no puede permanecer en Su presencia.
Tengamos gratitud. El reino ha venido. El fuego ha descendido. Y somos parte de una realidad que jamás será conmovida.