El autor de Hebreos pasa de alturas teológicas a obediencia práctica. Después de llamarnos hijos, herederos y ciudadanos del Reino inconmovible (Heb. 12:28), ahora nos muestra cómo se ve vivir como si eso fuera cierto. La señal de los ciudadanos del Reino no es solo tener buena doctrina, sino una fe visible en el amor, la santidad y el contentamiento.
“Permanezca el amor fraternal” (v.1) no es solo una emoción: es un mandato fundamentado en nuestra nueva identidad familiar. Somos hijos de Dios (Heb. 12:5–7), y eso nos hace hermanos en Cristo. Como tal, acogemos al extranjero (v.2), sufrimos con los perseguidos (v.3), y honramos nuestros matrimonios (v.4), no como reglas aisladas, sino como manifestaciones de quiénes somos y a quién pertenecemos.
El versículo 5 lo resume bien: el amor al dinero no es solo un pecado: es una falta de confianza en que Dios es nuestro proveedor. Cuando vivimos para acumular riquezas, negamos que “no te desampararé, ni te dejaré” (Deut. 31:6). La fe sin obras está muerta (Santiago 2:17). Hebreos lo afirma: la fe actúa, la fe obedece, y la fe se manifiesta tanto en lo cotidiano como en lo sacrificado.
No somos de los que dicen creer pero se quedan en la orilla del Jordán. Cruzamos. Amamos. Honramos. Confiamos. Porque ya somos ciudadanos del Reino, y el Reino ha irrumpido en el mundo por medio de Cristo.