El escritor de Hebreos presenta a Jesús como nuestro verdadero altar: la fuente de nutrición y bendición espiritual (Hebreos 9:11–14; 10:10–14). Aquellos que se aferran al altar físico del antiguo pacto no pueden participar de este banquete. La imagen proviene del Día de la Expiación, cuando el cuerpo de la ofrenda por el pecado era quemado fuera del campamento (Levítico 16:27). De la misma manera, Jesús sufrió fuera de la puerta (Juan 19:17–20), llevando el vituperio para santificar a su pueblo.
Este llamado a “salir a él fuera del campamento” (Hebreos 13:13) recuerda el Éxodo. Así como Israel dejó atrás las estructuras y seguridades de Egipto para emprender el viaje por el desierto, nosotros dejamos la “ciudad vieja” de los sistemas de este mundo por la ciudad venidera (Hebreos 11:10, 13–16; 13:14; Apocalipsis 21:1–4). En Apocalipsis 15:2–4, los santos están junto al mar de vidrio, cantando el Cántico de Moisés y del Cordero, una escena de segundo Éxodo, donde la liberación final lleva a la morada eterna con Dios.
No solo somos invitados a recibir del altar de Cristo, sino también a compartir sus bendiciones con otros (Hebreos 13:16). Así, la Iglesia se convierte en un templo móvil (1 Corintios 3:16–17; Efesios 2:19–22), llevando la presencia de Cristo al mundo. Esto enlaza con nuestras reflexiones recientes sobre el amor fraternal (Hebreos 13:1–3) y confiar en la provisión de Dios (Hebreos 13:5–9). El reino inconmovible (Hebreos 12:28) produce en nosotros una fe anclada en Cristo, expresada en amor sacrificial, no en la comodidad de las ceremonias antiguas, sino en la misión costosa de avanzar el reino de Dios.
Nuestro sacrificio vivo (Romanos 12:1) es esto: dejar atrás el Egipto de nuestras lealtades pasadas, cruzar el Jordán de la obediencia, y avanzar hacia la ciudad que ha venido y que esta por venir. Estos son los sacrificios (alabanza, hacer el bien, compartir lo que tenemos en Cristo) que verdaderamente agradan al Señor.