Pedro dirige nuestra atención a una realidad solemne: invocamos a Dios como Padre, pero este mismo Padre es también el Juez imparcial (Deut 10:17; Rom 2:6–11). Esta doble realidad significa que nuestras vidas no pueden transcurrir sin rumbo. Vivimos en “el tiempo de nuestra peregrinación” (1 Pe 1:17), pero esta peregrinación no es espera en vano: es el terreno donde la fe se prueba. Como el oro probado en el fuego (1 Pe 1:7), nuestras vidas son cribadas por Dios para que lo incorruptible sea revelado.
Esta prueba no nace del temor a la condenación, porque ya hemos sido rescatados, no con cosas que perecen como la plata o el oro, sino con algo infinitamente más precioso: la sangre de Cristo, el Cordero sin mancha (Éx 12:5–7; Jn 1:29; Ap 5:9). Nuestras vidas no se miden por moneda perecedera, sino por la vida incorruptible del Hijo de Dios.
Pedro nos recuerda que Cristo fue “ya destinado desde antes de la fundación del mundo,” pero revelado ahora, “en los postreros tiempos” (1 Pe 1:20). La frase “postreros tiempos” no señala solamente un horizonte lejano; declara que el acto decisivo de la historia ya amaneció en Jesús. Hebreos abre con la misma convicción: “en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (Heb 1:2). El Reino no es solo futuro: ya está presente. El mismo Jesús proclamó: “el reino de Dios se ha acercado” (Mr 1:15) y “el reino de Dios está entre vosotros” (Lc 17:21). Pablo hace eco: “si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2 Co 5:17), ya sentado con Cristo en los lugares celestiales (Ef 2:6).
Y sin embargo, todavía esperamos. Nuestra herencia es “incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos” (1 Pe 1:4). El sacudimiento de este mundo continúa, como dice Hebreos 12:27: “la remoción de las cosas movibles… para que queden las inconmovibles.” Como un buscador que criba toneladas de tierra para encontrar el oro, así Dios está purificando a Su pueblo.
Este “aún no” será más glorioso de lo que podamos imaginar, cuando Cristo sea manifestado, la fe dará lugar a la vista (2 Co 5:7; 1 Jn 3:2). Pero este futuro no eclipsa el presente: lo confirma. Los mansos han heredado la tierra (Mt 5:5), aun mientras esperamos el día en que la niebla de este mundo se disipe y el reinado del Cordero se manifieste en plenitud (Ap 21:1–4).
Por tanto, vivamos reverentemente ahora. No con temor a la pérdida, sino con asombro hacia el Padre que juzga y redime. No confiando en lo perecedero, sino en la esperanza anclada en la resurrección y la gloria de Cristo (Hch 2:23–24). La fe de hoy es el oro que se refina, y en el día de Su manifestación, ese oro brillará con resplandor inconmovible, hallado genuino para siempre (1 Pe 1:7).