El Señor Jesucristo, por medio de quien todas las cosas fueron hechas y por quien todas las cosas son sostenidas (Juan 1:3; Col. 1:16–17; Heb. 1:3), entró en Su propia creación como hombre. Juan declara: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo” (Juan 3:19). La misma Luz, la piedra angular desechada por los edificadores (1 Pe. 2:7), estuvo delante de gobernantes humanos en silencio, “como cordero fue llevado al matadero” (Is. 53:7).
Aunque podía haber llamado legiones de ángeles (Mat. 26:53), desintegrado a sus acusadores o derribado el poder de Roma en un instante, no abrió su boca. Pilato juzgó al Juez de toda la tierra (Juan 5:22), pero Jesús se encomendó “al que juzga justamente” (1 Pe. 2:23). Llevó nuestra maldición en un madero (Deut. 21:23; Gál. 3:13), cargando en su propio cuerpo el pecado que cometimos contra Él solamente (Sal. 51:4). Por sus heridas fuimos sanados, y por su muerte morimos, no para morir a la vida, sino para morir a la muerte misma, liberados del poder del pecado para vivir en justicia (Rom. 6:6–11).
En esta mansedumbre, el poder infinito se inclina. El Verbo que habló y existieron las galaxias permaneció en silencio para asegurar nuestra redención. Aquel que sostiene todas las cosas permitió ser clavado en una cruz, creando un nuevo mundo donde la muerte ha perdido su aguijón (1 Co. 15:54–57).
Pedro recuerda a los creyentes que sufren: Ahora pertenecéis al Pastor y Obispo de vuestras almas (Juan 10:11; Sal. 23:1). Seguirle es andar en su camino, soportando oprobio, pero seguros de la justicia de Dios. Nuestro sufrimiento, aun hasta la muerte, nunca es en vano, sino tejido en el plan eterno de Dios, conduciendo a una gloria incomparable (Rom. 8:18; 2 Co. 4:17–18). Por tanto, “levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas; y haced sendas derechas para vuestros pies” (Heb. 12:12–13), y “Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo” (Ef. 5:14).