Pedro nos muestra que la vida cristiana habla con dos voces: nuestra conducta y nuestra confesión. Primero, nuestra conducta demuestra que Cristo es mejor. Cuando se nos hace mal, no respondemos con mal. Cuando se nos insulta, bendecimos. Esto refleja el camino de Jesús, quien “cuando le maldecían, no respondía con maldición” (1 Pedro 2:23). Al negarnos a reflejar la hostilidad del mundo, mostramos la realidad de una nueva vida dentro de nosotros. Como dice Pablo: “No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal” (Romanos 12:21).
Pero Pedro también deja claro que nuestra conducta sola no basta. Nuestra confesión debe seguir. “Santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (v. 15). La defensa (apología) no es un discurso de tribunal, sino la disposición diaria del creyente para explicar por qué tenemos esperanza en Cristo, aun en el sufrimiento. No se trata de ganar argumentos, sino de dar testimonio del Señor resucitado.
Sin embargo, notemos cómo insiste Pedro en que esto se haga: “con mansedumbre y reverencia.” Nuestras palabras deben coincidir con la gracia de nuestras vidas. La dureza puede traicionar el mismo evangelio que proclamamos. La mansedumbre no es debilidad; es fuerza bajo control, moldeada por Cristo, “manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). La blanda respuesta quita la ira (Proverbios 15:1), y la palabra sazonada con gracia hace que la verdad sea hermosa (Colosenses 4:6).
En la conducta y en la confesión, en la bendición y en la defensa, mostramos que Cristo es mejor. Y cuando venga el sufrimiento, nos encomendamos a Dios, sabiendo que “mejor es que padezcáis haciendo el bien, si la voluntad de Dios así lo quiere, que haciendo el mal” (v. 17).