El mundo suele preguntar: “Si Dios es bueno, ¿por qué hay tanto sufrimiento?” Desde su perspectiva, el sufrimiento parece ser evidencia contra el poder o la bondad de Dios. Pero Pedro nos dice que lo veamos desde otro ángulo. Para el cristiano, el sufrimiento no es sin sentido. Es parte de la obra refinadora de Dios, que expone la oscuridad y revela la luz. Así como el oro es probado con fuego (1 Pe. 1:7), la fe es purificada a través de las pruebas.
Pablo nos recuerda que “si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17). El mundo viejo está pasando, pero el nuevo ya ha irrumpido. La creación misma gime con dolores de parto, esperando la redención (Ro. 8:22). Nosotros, que ya pertenecemos a Cristo, vivimos como ciudadanos de ese mundo venidero. La oposición del mundo no debe sorprendernos, porque el orden viejo resiste al nuevo. Jesús advirtió: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros” (Jn. 15:18).
Pedro también hace una distinción clara. No todo sufrimiento es bendecido. “Así que, ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o malhechor, o por entremeterse en lo ajeno” (1 Pe. 4:15). Si sufrimos por el mal, eso es simplemente justicia. Pero cuando sufrimos porque seguimos a Cristo, porque vivimos como hijos de Dios, entonces participamos de los padecimientos de nuestro Señor (Fil. 3:10). Ese tipo de sufrimiento no es motivo de vergüenza, sino de gloria. “Pero si alguno padece como cristiano, no se avergüence, sino glorifique a Dios por ello” (1 Pe. 4:16).
Por lo tanto, no lloramos cuando la aflicción viene por hacer el bien. Nos gozamos, porque “el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros” (1 Pe. 4:14). Lo que el mundo llama vergüenza, Dios lo llama honra. Sufrir por Cristo es prueba de que somos parte de Su nueva creación, y un día compartiremos en Su gloria revelada. Por eso, seamos valientes en hacer el bien para la gloria de Dios, sin importar el costo.