Pedro recuerda a sus lectores que la vida cristiana, aunque marcada por el sufrimiento, no está definida por él. Nuestras pruebas no tienen la intención de destruirnos, sino de refinarnos, formándonos para los propósitos eternos de Dios. Antes, Pedro escribió que el sufrimiento prueba nuestra fe como el oro refinado por fuego, para que resulte “en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 Pe. 1:7). En otras palabras, el sufrimiento es temporal, pero la gloria es eterna.
Dios es descrito aquí como “el Dios de toda gracia,” que nos ha llamado a su “gloria eterna en Jesucristo.” Este llamado es seguro porque descansa no en nuestra fuerza sino en la fidelidad de Dios. Pablo afirma lo mismo cuando dice: “Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Co. 4:17). La vida cristiana nunca es en vano, aun en la dificultad, porque Dios mismo está obrando en ella.
Pedro usa cuatro verbos poderosos para describir esta obra: Dios perfeccionará, afirmará, fortalecerá y establecerá a su pueblo. Esto es la reconciliación en acción. Como escribe Pablo: “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación” (2 Co. 5:18). Somos tanto receptores como embajadores de su obra restauradora. Él nos hace completos, nos asegura como suyos, nos da poder para resistir y nos establece firmemente en su Reino inconmovible (Heb. 12:28).
Pedro concluye con una doxología: “A él sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén” (1 Pe. 5:11). Esto no es una línea de adorno; es el ancla de la esperanza. Porque el dominio pertenece a Dios, nuestro sufrimiento nunca es la palabra final. Así como Noé fue salvo en el Arca a través del diluvio (1 Pe. 3:20–21), así nosotros estamos seguros en Cristo, refinados pero no destruidos, reconciliados y glorificados. A este Dios, que ha hecho grandes cosas por nosotros, pertenece toda adoración.