Pedro no deja lugar a dudas: falsos maestros se levantarán entre el pueblo de Dios, así como hubo falsos profetas en Israel. El peligro de ellos no está sólo en lo que enseñan, sino en la manera en que viven. Su mensaje tienta los corazones con riquezas, sensualidad o comodidad, y su estilo de vida niega al Señor que los rescató. Juan da la misma advertencia, exhortándonos a “probar los espíritus si son de Dios” (1 Juan 4:1–3), porque no todos los que dicen hablar en el nombre de Dios en verdad lo hacen.
La trágica realidad es que muchos los seguirán. Su hipocresía trae oprobio al evangelio, porque “por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado” (2 Pedro 2:2). Cuando la iglesia tolera a maestros que viven en avaricia y desenfreno, el mundo no sólo se burla de ellos, sino de Cristo mismo. Por eso el discernimiento es esencial. Somos llamados a tener una mente sobria, anclada en la Palabra de Dios, probando toda enseñanza a la luz de la Escritura y fijando nuestros ojos en Cristo solamente.
Sin embargo, Pedro también nos consuela: Dios no es ajeno a esta corrupción. Aunque su enseñanza se esparza en secreto, su fin no es incierto. “Sobre los cuales ya de largo tiempo la condenación no se tarda, y su perdición no se duerme” (2 Pedro 2:3). En el tiempo de Dios, la justicia será ejecutada. El cristiano puede descansar sabiendo que, aunque lobos se levanten en medio del rebaño, el Príncipe de los pastores vela, y su juicio no fallará.