Pedro no ahorra palabras al describir la ruina de los falsos maestros. Los compara con Balaam, quien estaba tan cegado por la codicia y el orgullo que no pudo ver al ángel de Jehová que se le presentó (Números 22:22–35). En un momento destinado a avergonzar a los soberbios, Dios abrió la boca de un asna para reprender al profeta, mostrando que aun los animales podían discernir lo que Balaam no podía. De la misma manera, estos falsos maestros se exaltan como guías espirituales, pero son menos entendidos que las bestias.
Pedro los llama “fuentes sin agua” (v. 17), que prometen refrigerio pero dejan las almas sedientas y secas. Sus promesas de libertad solo atan a otros más profundamente a la corrupción (vv. 18–19). En verdad, la libertad no se encuentra en desechar todo freno, sino solo en Cristo: “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud” (Gálatas 5:1).
La advertencia más solemne viene al final: habiendo gustado el conocimiento de Cristo, vuelven a la suciedad del mundo. Como el perro que vuelve a su vómito (Proverbios 26:11) o la puerca lavada que vuelve a revolcarse en el cieno, prueban que el conocimiento sin transformación solo multiplica la culpa. Jesús dio la misma advertencia: “El estado postrero de aquel hombre viene a ser peor que el primero” (Mateo 12:45).
Somos llamados, entonces, a la humildad. El orgullo ciega, pero los mansos ven con claridad. El ejemplo de Balaam y de estos falsos maestros nos recuerda que debemos aferrarnos a Cristo, no solo de nombre, sino en la libertad transformadora que solo Él provee.