Pedro termina sus cartas como las comenzó: con un llamado a la fe firme y a la santidad creciente. Su última advertencia nos recuerda que los falsos maestros siempre intentarán apartar a los creyentes de la verdad. Pablo da la misma advertencia cuando dice que no debemos ser “niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina” (Efesios 4:14). La estabilidad en Cristo no es automática; se cultiva con atención continua a Su Palabra. Debemos estar “arraigados y sobreedificados en él, y confirmados en la fe” (Colosenses 2:6-7).
Ser cristiano, entonces, no es una decisión momentánea, sino una transformación de toda la vida. La salvación comienza con el nuevo nacimiento (Juan 3:3), pero ese nacimiento nos lleva a una vida de santificación, una vida de salvación. Pablo escribe: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:12-13). El Espíritu no solo nos da la fe, sino que nos enseña a vivirla día a día.
Pedro nos exhorta a crecer tanto en gracia como en conocimiento. La gracia sin conocimiento puede volverse sentimentalidad; el conocimiento sin gracia se endurece en orgullo. Ambas crecen juntas en quienes “permanecen” en Cristo (Juan 15:4-5). Proverbios 9:10 dice: “El temor de Jehová es el principio de la sabiduría”, y Hebreos 11:6 añade que “sin fe es imposible agradar a Dios”. La fe no es ciega: ve a través de la luz de la revelación y obedece a esa luz. Santiago une la creencia con la obediencia: “Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras” (Santiago 2:18).
Este crecimiento está arraigado en la realidad de que Cristo vino en carne (Juan 1:14) para redimir tanto lo físico como lo espiritual. Los falsos maestros a menudo espiritualizan el pecado o niegan el juicio (2 Pedro 2:1-3), pero el evangelio redime a la persona completa. La resurrección de Jesús demuestra que el propósito de Dios no es escapar de la creación, sino renovarla (Romanos 8:21-23). Por tanto, glorificamos a Dios no escapandonos del mundo, sino viviendo fielmente en él, haciendo todo para la gloria de Dios (1 Corintios 10:31).
El “Amén” final de Pedro ancla nuestras vidas en la adoración: “A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad.” La vida cristiana se vive entre esos dos momentos, ahora y la eternidad. Hasta ese día, cuidémonos de no ser arrastrados, sino de crecer, para que Cristo sea visto en nosotros, para alabanza de Su gloria (Efesios 1:12).