
Las palabras de Pablo aquí han sido torcidas por muchos que desean evitar la responsabilidad, diciendo: “Nadie puede juzgarme.” Pero la intención de Pablo es todo lo contrario. Él acaba de reprender a los corintios por gloriarse en la sabiduría del mundo y por exaltar a los maestros humanos (1 Co 3:18–23). Ahora les muestra cómo deben ser considerados los ministros de Cristo (y, por extensión, todos los creyentes): no como celebridades ni autoridades, sino como siervos y administradores encargados de la verdad de Dios. La única medida que importa es la fidelidad a Cristo.
Cuando Pablo dice que no le afecta el juicio humano, no está evadiendo la corrección; está rechazando un estándar falso. Los corintios juzgaban por la apariencia, la elocuencia y el éxito terrenal. Pablo rehúsa presentarse ante ese tribunal. Sin embargo, añade de inmediato: “No por eso soy justificado.” Aun una conciencia limpia no puede justificar a nadie, porque nuestros corazones son limitados y engañosos (Jer 17:9; Prov 21:2). Solo el Señor ve perfectamente los motivos (1 S 16:7) y traerá todo a la luz cuando Él regrese (Rom 2:16).
Aun así, esto no elimina el discernimiento. Más adelante, Pablo sí juzga el pecado dentro de la iglesia (1 Co 5:3), pero lo hace con la sabiduría del Espíritu, no con la sabiduría del mundo. El mismo Cristo mandó: “Juzgad con justo juicio” (Jn 7:24). Debemos examinar las acciones por el fruto que producen (Mt 7:16) y por si se alinean con el poder transformador del evangelio (2 Co 5:17).
Los siervos fieles viven para la aprobación de Uno solo: Cristo. Trabajan en silencio, esperando el día en que los motivos ocultos serán revelados y cada verdadero administrador oirá: “Bien, buen siervo y fiel” (Lc 12:42–44; Mt 25:21).