
1 Corintios 8:1–3 muestra cuán fácilmente los cristianos pueden confundir información con madurez. Los corintios le preguntan a Pablo una cuestión técnica acerca de si los creyentes pueden comer alimentos sacrificados a los ídolos. Antes de que Pablo toque ese tema, se detiene para exponer el problema más profundo detrás de su pregunta: su jactancia, “todos tenemos conocimiento” (v. 1). En otras palabras: “Todos entendemos la realidad. Sabemos la verdad.” Pero Pablo insiste en que el conocimiento, cuando está separado del amor, se convierte en veneno espiritual: “el conocimiento envanece, pero el amor edifica” (v. 1).
Este es un aviso profundo. El verdadero conocimiento cristiano nunca infla al yo. Como Pablo ya había dicho: “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1 Co. 4:7). Y más adelante advierte que incluso la percepción espiritual más extraordinaria, sin amor, no vale nada (1 Co. 13:1–3). Si nuestra teología nos hace orgullosos, ha dejado de ser cristiana.
Pablo entonces hace una declaración aguda: “Y si alguno se imagina que sabe algo, aún no sabe nada como debe saberlo” (v. 2). Esta es la humildad de la verdadera sabiduría. Jesús enseñó el mismo principio cuando los discípulos se alegraron de que los demonios les obedecían: “no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan… sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lc. 10:20). El punto no es lo que puedes hacer, ni lo que entiendes, sino de Quién eres.
Esto lleva a la conclusión asombrosa de Pablo: “Pero si alguno ama a Dios, es conocido por él” (v. 3). El corazón de la madurez cristiana no es cuánto sabemos acerca de Dios, sino que Dios nos conoce (Gá. 4:9; 2 Ti. 2:19). Este es lenguaje de pacto, haciendo eco del Señor diciéndole a Moisés: “te he conocido por tu nombre” (Ex. 33:17).
Aquí Pablo sigue la misma lógica que Jesús usó cuando le preguntaron: “¿Y quién es mi prójimo?” (Lc. 10:29). Jesús no da una lista de quién califica como prójimo; Él replantea la pregunta: “¿Quién… fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?” (Lc. 10:36). De la misma manera, Pablo no responde, “¿Qué me es lícito hacer?”, sino: “¿Esto edifica a mi hermano?” (cf. 1 Co. 10:23–24). Amar a Dios se demuestra amando al prójimo (Mt. 22:37–40; Jn. 13:34–35).
Al final, cualquier acción, por más teológicamente justificable que parezca, que infle nuestro orgullo o dañe a otro es espiritualmente vacía. Pero todo lo que edifica a los demás en amor refleja a Aquel que nos conoce, nos ama y nos llama suyos.